La
presente comunicación tiene por objeto “llamar la atención” (siempre
modestamente y desde el subjetivo –y probablemente erróneo- punto de
vista del que suscribe) sobre las importantes consecuencias que entiendo
deben extraerse –y en ese sentido se están pronunciando los tribunales
de lo contencioso administrativo- de la confirmación expresa y reiterada,
por las leyes administrativas, de la jurisdicción competente para conocer
de las reclamaciones contra profesionales al servicio de las
Administraciones Públicas; y, más concretamente, de las reclamaciones
por mala praxis médica contra facultativos adscritos a alguno de los
organismos públicos de salud –tanto Insalud como cualquiera de los
servicios autonómicos de salud-.
El
punto de partida de estas reflexiones lo constituyen diversas resoluciones
dictadas por la Sala de lo Contencioso Administrativo de la Audiencia
Nacional, en las que afirma insistentemente que no puede utilizarse la
vía administrativa para exigir la responsabilidad de los profesionales al
servicio de la Administración (en los casos enjuiciados, se trataba de
médicos), porque no tiene sentido argumentar una demanda por
responsabilidad civil contractual o extracontractual cuando lo que se
discute y juzga en la vía contencioso administrativa es el funcionamiento
normal o anormal de los servicios públicos.
Recordemos
que el conflicto de competencias entre la jurisdicción civil y la
contencioso administrativa para conocer de las reclamaciones contra
profesionales al servicio de la Administración fue resuelto
legislativamente (Ley 4/99, que modificó la Ley 30/92 sobre régimen
jurídico de las administraciones públicas) a favor de la vía
administrativa (aun cuando la Sala Primera de lo Civil del Tribunal
Supremo continúe afirmando su competencia en algunas sentencias, si bien
se trata de siniestros ocurridos con anterioridad a 1999).
Ello
no obstante, la línea seguida por la Audiencia Nacional va más allá de
una cuestión competencial, y ataca directa y frontalmente el núcleo del
problema: no se trata ya de determinar la jurisdicción competente para
conocer de las reclamaciones contra profesionales al servicio de la
Administración; se trata de fijar las normas sustantivas aplicables para
dilucidar la responsabilidad imputable a tales profesionales, afirmándose
con rotundidad que ésta es una responsabilidad patrimonial, directa y
objetiva de la Administración, y no una responsabilidad civil (sea ésta
contractual o extracontractual) derivada de las acciones u omisiones
culposas cometidas por el profesional causante del daño.
Es
decir, que lo que está afirmando la Audiencia Nacional –así como
algunos Tribunales Superiores de Justicia- es que la responsabilidad
patrimonial de la Administración nace del funcionamiento normal o anormal
de los servicios públicos, sin necesidad de que exista un plus añadido
de deficiencia o mal funcionamiento de dichos servicios (ese “plus
añadido” sería la culpa o negligencia del concreto profesional médico
interviniente en cada caso concreto). Y ello por cuanto no es necesario
valorar la conducta profesional del facultativo, ni ponderar las pruebas
diagnósticas llevadas a cabo, ni si los métodos utilizados eran los
únicos o idóneos con arreglo a la lex artis.
Muy
al contrario, basta con
que exista una relación de causalidad entre el funcionamiento de
la Administración sanitaria y el daño producido como consecuencia del
funcionamiento de un servicio público, para atribuir responsabilidad a la
Administración al servicio de la cual ejerce su actividad el profesional
implicado.
Las
consecuencias que se derivan de la distinción entre responsabilidad civil
y responsabilidad patrimonial, en perjuicio de los reclamantes, han sido
también resaltadas por la Audiencia Nacional: los reclamantes tienen la
carga de aportar todos los elementos necesarios para probar que la
Administración (no el profesional) ha incurrido en responsabilidad,
puesto que si bien es cierto que las condenas por responsabilidad
patrimonial no exigen negligencia, eso no significa que el reclamante
quede liberado de acreditar los daños causados (fijando claramente los
criterios con arreglo a los cuales se cuantifica la indemnización que se
pide, pues de lo contrario la reclamación puede ser desestimada o la
cuantía notablemente rebajada), así como la relación de causalidad
entre esos daños y el actuar de la Administración.
Aunque
el “mensaje” parece ir destinado principalmente a los perjudicados, el
paso siguiente en esta evolución es conseguir que las compañías
aseguradoras tomen conciencia de la distinción entre ambos tipos de
responsabilidad, y dejen de asegurar la responsabilidad patrimonial de la
Administración mediante pólizas que responden a esquemas tradicionales
de responsabilidad civil profesional. La cuestión que se plantea no es si
la responsabilidad derivada del funcionamiento de los servicios públicos
es o no asegurable, sino con qué esquemas contractuales se asegura.
La
continua utilización de pólizas de RC para cubrir la actividad de los
profesionales al servicio de la Administración provoca disfunciones que
normalmente juegan en contra de la compañía aseguradora; así:
a)
Aun cuando la
Administración puede repetir contra el causante del daño en caso de
dolo o culpa grave, es prácticamente imposible para la aseguradora
subrogarse en el ejercicio de esa acción de repetición, ya que el
profesional causante del daño
figura también como asegurado en la póliza (es decir, son
asegurados tanto la administración pública de que se trate como los
profesionales a su servicio, en un mismo plano, y sin distinción
alguna).
b)
Del mismo modo, existen
siempre una serie de exclusiones de cobertura previstas en la póliza
que nunca pueden ser aplicadas con éxito, dado que las mismas son
ineficaces respecto de la Administración (también asegurada en la
póliza), al estar pensadas para la actividad del profesional.
En
definitiva, las compañías de seguros que cubren actividades de
profesionales al servicio de una Administración Pública (no solamente
médicos, sino también arquitectos, peritos, inspectores, consultores,
etc.) deben replantearse la cobertura de estos riesgos, dado que el objeto
del seguro debe ser la responsabilidad patrimonial de la Administración a
cuyo servicio actúan los profesionales, responsabilidad que es ajena a
toda idea de culpa o negligencia y que deriva de los daños causados por
el funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos. Y ese
replanteamiento pasa por una redefinición del contenido y estructura de
las pólizas, adaptándolas al concreto riesgo cubierto.
Las
normas aplicables para determinar esa responsabilidad patrimonial de la
Administración deberán ser siempre las propias de la institución, con
independencia de la jurisdicción ante la que se presente la reclamación
(civil o administrativa).
Esta
cuestión tiene especial trascendencia para el caso de ejercicio por el
perjudicado de la acción directa contra la compañía aseguradora, pues
al margen de que dicha acción directa pueda o deba plantearse ante la
jurisdicción civil (como se ha declarado en algunas Audiencias
Provinciales), y de que se formule o no excepción de incompetencia de
jurisdicción, el tribunal civil que conozca el fondo de la reclamación
deberá decidir en sentencia si concurre o no responsabilidad patrimonial
de la Administración, al margen de las normas civiles; es decir,
prescindiendo de toda idea de culpa o negligencia del profesional
interviniente, puesto que únicamente deberá examinar si se ha producido
un daño que el administrado no tiene el deber jurídico de soportar,
existiendo una relación de causalidad entre el funcionamiento normal o
anormal del servicio público y el daño causado.
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